Cuando el
anarquista Manuel Pardiñas abatió
a tiros al presidente del Consejo de Ministros,
José Canalejas, el 12 de noviembre de 1912
ante el escaparate de una librería de la
Puerta del Sol, cercenaba una de las últimas
oportunidades de convertir la monarquía
liberal nacida de la Restauración en una
monarquía plenamente democrática.
Durante prácticamente tres años,
el político liberal había desarrollado
un programa de gobierno orientado a un fortalecimiento
del Estado en todas sus dimensiones, con una solidez
y coherencia considerables.
Nadie debería ser escolarizado en una
lengua que no sea la propia
Eran tiempos de candente cuestión religiosa.
Frente a los que defendían la subordinación
del Estado -por ejemplo, del derecho civil-
al dogma católico y los que, en la posición
radicalmente contraria, propugnaban la completa
separación Iglesia-Estado, Canalejas
planteó un programa secularizador templado,
que sólo en parte pudo desarrollar desde
el Gobierno. Pero dicha templanza -apertura
de las escuelas laicas cerradas por Maura, permiso
para que las confesiones no católicas
exhibieran libremente sus símbolos, la
denominada ley del candado, que frenaba la expansión
de las congregaciones- no impidieron que se
viera convertido en un virulento anticlerical
por parte de la jerarquía eclesiástica
y la prensa de orientación católica.
Canalejas practicaba con fervor su fe católica
-a propuesta de su primera mujer, se hizo construir
un oratorio privado en su palacio de la calle
de Huertas-. Pero su sincero catolicismo era
radicalmente compatible con su convicción,
expresada ya en 1884, sobre la necesaria independencia
del Estado ante el poder eclesiástico.
El mayor estadista que aportó el partido
liberal a la política española
sostenía unas posiciones razonables y
sensatas -eliminación de cualquier tipo
de dogmatismo del sistema educativo, ejercicio
de una completa libertad de cultos e incorporación
de los institutos monásticos a una ley
común de Asociaciones- que trazaban un
fértil camino en el desarrollo de las
relaciones Estado-Iglesia. "La única
fórmula racional, la única posible
en España -defendía Canalejas-
es la de la regulación jurídica
que distingue la esfera propia del Estado y
la esfera propia de la Iglesia".
Javier Moreno Luzón ha definido a José
Canalejas como un anticlerical católico.
Su anticlericalismo, siempre moderado, respondía
a una realidad económica, social y cultural
-la de la España de principios del siglo
XX- en la que la izquierda enarboló la
bandera secularizadora con el fin de desarrollar
un proyecto moderno y democrático de
España, homologable a los de los países
más avanzados de Europa. Este proyecto
tenía enfrente a un poderoso movimiento
clerical (Canalejas siempre diferenció
clericalismo de religión católica
o de Iglesia) que, básicamente a través
de las congregaciones, iba ocupando cada vez
más terreno en la vida económica
y educativa del país, con un discurso
profundamente antiliberal que ponía en
cuestión las funciones y, en cierta medida,
la propia viabilidad del Estado.
Afortunadamente, en la España de hoy
vivimos en un marco constitucional que nos garantiza
la libertad religiosa y que impide que ninguna
confesión tenga carácter estatal.
Algunos de los "impíos" objetivos
secularizadores de los liberales encabezados
por Canalejas (por ejemplo, la regulación
del matrimonio civil para que los contrayentes
no tuvieran que abjurar de la fe católica)
son hoy aceptados incluso por los cardenales
de Madrid o Valencia. Pero convertir una concentración
a favor de la familia cristiana en la plaza
de Colón de Madrid en un mitin político
en el que los purpurados Antonio María
Rouco Varela y Agustín García-Gasco
afirman que la democracia y los derechos humanos
están en retroceso en España no
es tan sólo un ataque al Gobierno socialista
y a su presidente, José Luis Rodríguez
Zapatero. Implica poner en tela de juicio el
principio democrático de que es la sociedad
la que tiene, a través de sus representantes,
la potestad de ordenar los principios de libertad
individual y de convivencia. No es sólo
una demostración de fuerza contra el
Gobierno, como lo fue el Congreso Eucarístico
Internacional de 1911 en Madrid contra Canalejas.
Es también una demostración de
que existen -y en algunos casos se han acentuado
durante los últimos años- posiciones
neoclericales relevantes en la jerarquía
católica de nuestro país. Una
demostración de que algunos de sus miembros
no se resignan a que no se legisle desde una
fe -la suya, evidente-mente- o que, como mínimo
esa fe no tenga un papel determinante en la
legislación.
José Canalejas afirmaba en la España
de principios del siglo pasado: "No hay
un problema religioso, hay un problema clerical".
Un siglo después podemos aventurarnos
a afirmar que en esta España donde conviven
avances y oportunidades con nuevos desafíos
y problemas, no existe ni un problema religioso
ni un problema clerical. Pero si algunos se
empeñan en crearlo, la respuesta ha de
ser de sosegada firmeza en el objetivo de la
separación real entre Iglesia y Estado.
Una separación que no sólo responde
a un mandato constitucional, sino que también
lo hace a una sociedad cada vez más plural
en todos los terrenos. También en el
religioso.