Charles Dickens
“Era una ciudad de ladrillos colorados,
o más bien de ladrillos que habrían sido
colorados, si el humo y las cenizas lo hubiesen permitido;
pero tal como estaba, era una ciudad de un rojo y de un
negro poco natural, como el pintado rostro de un salvaje.
Era una ciudad de máquinas y de altas chimeneas,
de donde salían sin descanso interminables serpientes
de humareda, que se deslizaban por la atmósfera
sin desenroscarse nunca del todo. Tenían un canal
obscuro y un arroyo que llevaba un agua enturbiada por
un jugo fétido, y existían vastas construcciones,
agujereadas por ventanas, que resonaban y retemblaban
todo el santo día, mientras el pistón de
las máquinas de vapor subía y bajaba monótonamente,
como la cabeza de un elefante enfermo de melancolía.
Contaba la ciudad de varias calles grandes, que se parecían
entre sí, y de infinitas callejuelas aún
más parecidas unas a otras, habitadas por gentes
que se parecían igualmente, que entraban y salían
a las mismas horas, que pisaban de igual modo, que iban
a hacer el mismo trabajo, y para quienes cada día
era idéntico al anterior y al de después,
y cada año el vivo reflejo del que le había
precedido y del que iba a seguirle”.
Charles Dickens. Tiempos difíciles.
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