"En la época que nos ocupa
reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para
el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol,
los patios interiores apestaban a orina, los huecos de
las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos
de rata; las cocinas, a col podrida y grasa de carnero;
los aposentos sin ventilación apestaban a polvo
enmohecido; los dormitoiros, a sábanas grasientas,
a edredones húmedos y al penetrante olor dulzón
de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre; las
curtidurías, a lejías cáusticas;
los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban
a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes
infectados, los alientos olían a cebolla y los
cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio,
a leche agria y a tumores malignos. Apestaban los ríos,
apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el hedor
se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios.
El campesino apestaba como el clérigo; el oficial
de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza
entera y, sí, incluso el rey apestaba como un animal
carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano
como en invierno, porque en el siglo XVIII aún
no se había atajado la actividad corrosiva de las
bacterias y por consiguiente no había ninguna acción
humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación
de la vida incipiente o en decadencia que no fuera acompañada
de algún hedor.
Y, como
es natural, el hedor alcanzaba sus máximas proporciones
en París, porque París era la mayor ciudad
de Francia. Y dentro de París habia un lugar donde
el hedor se convertía en infernal, entre la Rue
aux Fers y la Rue de la Ferronnerie, o sea, el Cimetière
des Innocents. Durante ochocientos años se había
llevado allí a los muertos del hospital Hôtel-Dieu
y de las parroquias vecinas; durante ochocientos años,
carretas con docenas de cadáveres habían
vaciado su carga día tras día en largas
fosas y durante ochocientos años se habían
ido acumulando los huesos en osarios y sepulturas. Hasta
que llegó un día, en vísperas de
la Revolución Francesa, cuando algunas fosas rebosantes
de cadáveres se hundieron y el olor pútrido
del atestado cementerio incitó a los habitantes
no sólo a protestar, sino a organizar verdaderos
tumultos, en que fue por fin cerrado y abandonado despues
de amontonar los millones de esqueletos y calaveras en
las catacumbas de Montmarttre. Una vez hecho esto, en
el lugar del antiguo cementerio se erigió un mercado
de víveres.
Fue aquí,
en el lugar más maloliente de todo el reino, donde
nació el 17 de julio de 1738 Jean-Batiste Grenouille.
Era uno de los días más calurosos del año.
El calor se abatía como plomo derretido sobre el
cementerio y se extendía hacia las calles adyacentes
como un vaho putrefacto que olía a una mezcla de
melones podridos y cuerno quemado. Cuando se iniciaron
los dolores del parto, la madre de Grenouille se encontraba
en un puesto de pescado de la Rue aux Fers escamando albures
que había destripado previamente. Los pescados,
seguramente sacados del Sena aquella misma mañana,
apestaban ya hasta el punto de superar el hedor de los
cadáveres. Sin embargo, la madre de Grenouille
no percibía el olor a pescado podrido o a cadáver
porque su sentido del olfato estaba totalmente embotado
y además le dolía todo el cuerpo y el dolor
disminuía su sensibilidad a cualquier percepción
sensorial y externa. Sólo quería que los
dolores cesaran, acabar lo más rápidamente
posible con el repugnante parto. Era el quinto. Todos
los había tenido en el puesto de pescado y las
cinco criaturas habían nacido muertas o medio muertas,
porque su carne sanguinolenta se distinguía apenas
de las tripas de pescado que cubrían el suelo y
no sobrevivían mucho rato entre ellas y por la
noche todo era recogido con una pala y llevado en carreta
al cementerio o al río. Lo mismo ocurriría
hoy y la madre de Grenouille, que aún era una mujer
joven, de unos veinticinco años, muy bonita y que
todavía conservaba casi todos los dientes y algo
de cabello en la cabeza y, aparte de la gota y la sífilis
y una tisis incipiente, no padecía ninguna enfermedad
grave, que aún esperaba vivir mucho tiempo, quizá
cinco o diez años más y tal vez incluso
casarse y tener hijos de verdad como la esposa respetable
de una artesano viudo, por ejemplo... la madre de Grenouille
deseaba que todo pasara cuanto antes. Y cuando empezaron
los dolores del parto, se acurrucó bajo el mostrador
y parió allí, como hiciera ya cinco veces,
y cortó con el cuchillo el cordón umbilical
del recién nacido. En aquel momento, sin embargo,
a causa del calor y el hedor, que ella no percibía
como tales, sino como algo insoportable y enervante -como
un campo de lirios o un reducido aposento demasiado lleno
de narcisos-, cayó desvanecida debajo de la mesa
y fue rodando hasta el centro del arroyo, donde quedó
inmóvil, con el cuchillo en la mano.
Patrick Süskind. El Perfume.
Trailer de la película
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