“Por tanto, si se aparta del
pacto social lo que no pertenece a su esencia, encontraremos
que se reduce a los términos siguientes: cada
uno de nosotros pone en común su persona y todo
su poder bajo la suprema dirección de la voluntad
general; y nosotros recibimos corporativamente a cada
miembro como parte indivisible del todo (...).
No siendo la soberanía más que el ejercicio
de la voluntad general, jamás puede enajenarse,
y el Soberano, que no es más que un ser colectivo,
no puede ser representado más que por sí
mismo (...).
¿Qué es, pues, el gobierno? Un cuerpo
intermediario establecido entre los súbditos
y el Soberano para su mutua correspondencia (...) De
suerte que en el instante en que el gobierno usurpa
la soberanía, el pacto social queda roto, y todos
los simples ciudadanos, vueltos de derecho a su libertad
natural, son forzados, pero no obligados, a obedecer.
(...)
La soberanía no puede estar representada, por
la misma razón por la que no puede ser enajenada;
consiste esencialmente en la voluntad general, y la
voluntad no se representa; es la misma o es otra; no
hay término medio. Los diputados del pueblo no
son, pues, ni pueden ser sus representantes, no son
más que sus mandatarios; no pueden concluir nada
definitivamente. Toda ley no ratificada por el pueblo
en persona es nula; no es una ley. El pueblo inglés
cree ser libre, y se engaña mucho; no lo es sino
durante la elección de los miembros del Parlamento;
desde el momento en que éstos son elegidos, el
pueblo ya es esclavo, no es nada.”
Jean-Jacques Rousseau. El contrato
social. 1762.